Al terminar la secundaria en 1970, como mi papá
no quiso darme el permiso para ir a la Facultad
de Psicología, yo comencé la búsqueda implaca-
ble de un maestro que me enseñara a pintar.
Fue un largo peregrinar por academias y talleres
de las cuales me iba pues no encontraba a nadie
que me entendiera o con el cual me llevara bien
Abandonaba los lugares dando un portazo y se-
guía pintando al óleo, sin ton ni son, lo que se
me antojaba.
El 23 de noviembre de 1972, en el cumpleaños
de un sobrino me encontré con una tal Pichi,
con cara de manzana, que entabló una causal
charla teñida con un fuerte barniz social hasta
que me preguntó qué hacía y le dije: - Me gusta
pintar, ando buscando un maestro, pero parecie-
ra que los han borrado de la faz de la tierra -
- ¿Por qué decis eso?- Quiso saber
Y muy suelta de lengua le respondí:-¿En dónde
están los artistas pintores que como en el siglo
XIX pintaban y enseñaban tan solo con el ejemplo?
¡¿se extinguieron cómo una brava estirpe de Dra-
gones del Medioevo?! - Había levantado la voz y
todos los pares de ojos me miraban con curiosi-
dad. Los ignoré alzando los hombros y dándoles
la espalda para quedar frente a mi interlocutora
que alzó su copa y me respondió: - Si pensás así
te digo que vayas hasta Carlos Calvo al 1700. Allí
el maestro Demetrio Urruchúa tiene su taller y se-
guramente te va a encantar - Y brindamos por el
último dragón de ese linaje casi extinguido.
Al sábado siguiente me fui a conocerlo. Estaba in-
trigada y en cierto modo la incertidumbre era más
fuerte que la curiosidad. ¿Qué le diría?
"Señor maestro soy Susana Favieri y Pichi con
cara de manzana me lo recomendó...
No encontraba las palabras apropiadas para una
adecuada presentación y maquinando un sin fin
de frases llegué con el 126 al barrio de Monserrat.
Cuando me di cuenta de un salto me puse de pie y
toqué el timbre. Debía bajar para enfrentarme al
Dragón...
En la esquina de Entre Ríos y Carlos Calvo le pre-
gunto a una señora que entraba en una casa:
- Señora, disculpe, ¿usted conoce a un tal
Demetrio Urruchúa?
- ¿Al maestro Urruchúa? Sí, quién no lo conoce en
el barrio, vive ahí enfrente - Me contestó muy son-
riente señalando una puerta de madera gris.
Le sonreí agradecida y crucé.
La puerta desvencijada gruño sobre sus goznes
cuando la abrí y la cerré tras de mi.
Me quedé parada en la penumbra de un largo pasillo
observando a la gente que charlaba despreocupa-
damente aglutinada en grupos, algunos fumaban,
otros reían, las voces formaban un bullicio alegre.
La mayoría tenía cerca de si un atado de lienzos
pintados, otros llevaban telas con bastidores o
cartones que aguardaban apilados de algún modo
contra una empinada escalera de hierro a rombos.
Entré. Era el patio de un conventillos con varias pie-
zas abajo y un solo gran cubo de zinc que tenía cua-
tro ventanas, arriba dos y debajo de esas otras dos.
Me apoyé en una pared vacía y me pregunté qué es-
tarían esperando. La respuesta no se hizo la reza-
gada. Alguien había abierto y cerrado la puerta y
todos los rostros se volvieron para mirar al ser que
había entrado.
- ¡Buenas tardes, camaradas! -Dijo la voz de un hom-
bre desde la penumbra.
- ¡Buenas tardes, maestro! - contestaron a coro los
presentes que se incorporaron para darle paso al
hombre que avanzaba a pasos cortos y firmes;estre-
chando manos y sonriendo a cada uno, subió la es-
calera.
¡El maestro había entrado! - cuando reaccioné el
hombre abría la puerta del cubo de zinc y se perdía
en su interior seguido de los que seguramente eran sus alumnos.
Por ser la última en entrar todos los pares de ojos me
miraban espectantes, incluso los del maestro Urruchúa.
Con las mejillas algo ruborizadas lo saludé desde lejos
agitando una mano en alto como restándole importan-
cia a mi intromisión. Sin más preámbulos me deslicé
hacia una de las últimas sillas vacías que formaban
una hilera contra la pared. Me senté y oculta en esa
cálida penumbra me dediqué a observar y a escuchar
muy atentamente.
Se encendió la luz, el maestro se puso de pie y comenzó la clase.
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